«Contra el horror, humor»
«Recomiendo la lectura de Larra para que lo plagiéis saludablemente». Juan Antonio Vizcaíno, profesor de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, miró a la redacción de Madrilánea con una sonrisa de placer. Para él Mariano José de Larra no ha muerto, y eso se nota. En su desparpajo («¡Hay que estar alegres, siempre alegres!»), en sus ojos (ora abiertos ora cerrados, según la intensidad de su discurso) y en la forma de explicar cómo uno de los mejores escritores del siglo XIX español era periodista y crítico de teatro. Está encantado de haberle conocido.
«La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión…».
Durante el primer acto de su visita, leemos El día de difuntos de 1836.
—«¡Necios! —decía a los transeúntes—. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos?».
¡Qué rabiosa actualidad para entonces! ¿No es eso acaso periodismo? ¿No es cierto que el periodista sea un historiador del presente? Vizcaíno habló entonces de la sátira, el arma de destrucción masiva de Larra, cuya pluma no dejaba costumbre ni tradición española con cabeza. La sátira y la ironía, saben, es para los listos, porque la ironía es una figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice. Hace falta un proceso mental para entenderla. Y eso, con lo sensible que es nuestra sociedad, nos cuesta trabajo. La sátira, desde la que hacía Horacio hace veinte siglos hasta la que elaboró Larra hace dos telediarios, se hace periodismo en la escritura social del madrileño. Lo advirtió Vizcaíno: «Uno satiriza aquello que ama, y Larra satirizaba». Como el torero mata a la bestia con desconsuelo o como Unamuno describe a su España doliente tras definirse español «sobre todo y ante todo»; así escribe Larra sobre su España, de la que el escritor no sabe —en un afrancesado temor— si «no se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee». Puro periodismo y pura literatura. Y aún mejor: puro periodismo literario. «Larra toma conciencia de hacer literatura al recopilar sus artículos periodísticos en un libro», dijo un Vizcaíno metido completamente en el papel.
Durante el segundo acto, leemos Ya soy redactor;
«Yo escribo para el público, y el público, digo para mí, merece la verdad: el teatro, pues, no es teatro: la comedia es ridícula: el actor A es malo, y la actriz H es peor. ¡Santo cielo!».
El Hombre pone y Dios dispone, o lo que ha de ser el periodista;
«Ello no se puede negar que un periodista es un ser muy bien criado, si se atiende a que no tiene voluntad propia; pues sobre ser bien criado, debe participar también de calidades de los más de los seres existentes: ha menester, si ha de ser bueno y de dura, la pasta del asno y su seguridad en el pisar, para caminar sin caer en un sendero estrecho, y como de esas veces fofo y mal seguro; y agachar como él las orejas cuando zumba en derredor de ellas el garrote».
«¿Hay misterio que celebrar? «Pues comamos», dice el hombre; no dice: «Reflexionemos». El vientre es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades. El hombre tiene que recurrir a la materia para pagar las deudas del espíritu. ¡Argumento terrible en favor del alma!».
Las técnicas de Larra eran prodigiosamente periodísticas. Todo un escándalo. Demasiado adelantadas para su tiempo. «Él era consciente de que escribe para el futuro, de que está más allá de su tiempo». El escritor y periodista madrileño escondía la mano tras tirar la piedra de una forma muy artística: su narrativa se basaba, según Vizcaíno, en la anécdota, la parábola, la adivinanza y la fábula. El censor de turno, desde luego, no era del clan de los listos. Larra se situaba así por encima de su mundo, como Balzac en su Comedia Humana, para representar la realidad de sus personajes. «El periodista es un actor distanciado de la escena», dijo Vizcaíno.
Entusiasmo en el escenario
«El que no esté entusiasmado con lo que escribe no puede comunicar». Vizcaíno empezó a enumerar artistas y sus ojos se enclaustraron bajo los párpados, como para proteger su cerebro en ebullición. Su mente iba y venía sin ley ni orden. Sentenció que lo mejor en la vida era improvisar y que desconfiaba —así, por qué no— de la gente que planifica su vida. Las perlas aún no habían llegado; como buen actor —de los sinceros— se reservó lo mejor para el final: «El arte que nos conmueve tiene que hacernos sentir con las tripas». Luego llamó a valorar aún más nuestras intuiciones y a «deseducarnos» de todas las convenciones y tabúes sociales que «nos taponan el gusto». «¡Hay que estar alegres, siempre alegres!».
Fin del último acto. Se baja el telón.
Tabla comparativa (plagada de generalidades)