El pueblo que dejó de ser lo que era
Uno de los últimos eslabones entre la vieja Majadahonda rural y la moderna, borracha de ocio y centros comerciales, es su mercadillo. A la antigua usanza, con tenderos que cantan y piropean, con carteles hechos a mano plagados de faltas de ortografía. Con baterías de coche que alimentan datáfonos para aceptar pago con tarjeta, en un pueblo que apenas se recuerda a sí mismo. «Antes había alegría», sentencia Raúl Amor, socio y vendedor de un puesto de flores, que no pierde la oportunidad de completar la otra cara de la idea, «ahora no».
Los martes y los sábados se celebra el que fue uno de los mercados ambulantes más importantes de Madrid. Bouchaaib lo resume en dos plumazos. «Aquí antes había puestos con cosas golosas, de buena calidad —fabricadas en Europa, recalca—», «ahora está lleno de cosas hechas en China». «El mercadillo ha cambiado a peor», sentencia. El marroquí lleva diez años de vendedor de pañuelos que importa desde India, a donde asegura que ha viajado muchas veces. «Son de Jaipur». A pesar de las quejas es casi el único tendero optimista; espera que las cosas mejoren pronto. Su amigo Tibay, bedawa —de Casablanca—, lleva el doble con su puesto de alfombras traídas de Estambul y Marruecos. «Los primeros diez años fueron regular, los siguientes cinco muy buenos, y los últimos cinco muy malos», dice. Todas las conversaciones más allá del propio mercadeo discurren sobre lo mismo. La crisis, la crisis, la crisis.
Señoras arregladísimas recorren las callejuelas del bazar majariego. Los puestos de frutas y verduras son los más concurridos —aunque Fabián Resino, titular de uno de ellos, habla de una caída de las ventas del 40 por ciento—, mientras que el tenderete de flores secas languidece y adorna, como hace su género. Miguel Martín regenta el puesto más antiguo del mercadillo. Tiene 60 años pero aparenta 80. Cree que ya hace 38 años que trabaja ahí. «Siempre es igual», dice, «te levantas a las 3 o 4 de la mañana, vas al mercado —Mercamadrid— y luego aquí». Él y su hijo, que ahora dirige el puesto, han visto cómo el pueblo multiplicaba su población y se convertía en la tercera renta per capita más alta de la región.
De lo rural a lo urbano
A diez minutos en coche —si no hay atasco— está la otra cara de la moneda. Miles de compradores se agolpan para llevarse su parte de Las Rozas Village, un centro comercial a cielo abierto que concentra tiendas outlet de marcas de moda. Disfrazado de callejuelas de pueblo de lujo, se llena cada día del año como si la crisis no existiera. Su éxito es tal que forma parte de algunos recorridos turísticos de la capital, por lo que puede abrir domingos y festivos. Dentro del pueblo en pantomima sólo sale a relucir la crisis si se saca a propósito. Aquí es una palabra fuera de contexto. Un comprador cualquiera señala el bullicio con la mirada y apoya el gesto con un lacónico «crisis, ya ves». Los estertores del mercadillo majariego —y de un estilo de vida que fue, pero no será—, apenas se escuchan entre los escaparates.
El crecimiento de Madrid, y la resultante y exponencial expansión de su periferia, han sido especialmente benévolos en términos económicos con el noroeste. Aún no son ancianos los que recuerdan cuando en Majadahonda había cerdos corriendo por calles sin asfaltar. Como Miguel Ángel, de 62, que ahora vive en Valdemorillo —un pueblo 20 kilómetros más allá— y que fue convecino majariego hasta «hace doce o trece años». Asegura que se fue porque prefiere vivir en un lugar más humano. En 10 kilómetros a la redonda hay tres grandes centros comerciales —en primavera abren otro aún mayor—, y otros tantos más discretos.
«Vamos a volver 20 años para atrás, pero con 20 años más», sentencia Raúl, el florista del mercadillo. Habla de la crisis, pero su frase también pone de manifiesto las dificultades que tienen los pueblos de la zona para conjugar los viejos y los nuevos tiempos. Su historia y sus costumbres se borran. Cada vez menos gente se acuerda.
Foto: Turismo Madrid