Crónicas de vidas fuera del cementerio
El 5 de agosto de 1939 trece chicas eran fusiladas frente a la tapia del cementerio de la Almudena. Formaban parte de las Juventudes Socialistas Unificadas, un colectivo acusado de haber cometido varios asesinatos. Ahora, una placa colocada en el cementerio recuerda su muerte: «Dieron aquí su vida por la libertad y la democracia». Ese grupo de mujeres sería conocido más tarde como «Las Trece Rosas», que actualmente da nombre a una de las avenidas que flanquea el camposanto de la Almudena, el más grande de Europa. Su extensión (111 hectáreas) es similiar a la ciudad de Segovia. En él reposan más de cinco millones de cuerpos.
Los alrededores del cementerio, sin embargo, no gozan de la misma tranquilidad que en su interior. El silencio sepulcral lo quiebra la vida frenética de una ciudad que no descansa. Desde Moratalaz, subiendo la avenida de las Trece Rosas, está la entrada principal de la necrópolis, ya en el barrio de La Elipa. Sus pórticos o propileos —extraordinaria arquitectura fúnebre madrileña del XIX— forman un semicírculo con un edificio en cada uno de sus extremos. Los creadores, Fernando Arbós y José Urioste, no pudieron imaginar que 128 años después uno de sus bloques sería un centro cultural okupa.
El timbre suena como una alarma antibombas, ésa que suena en las películas y tras la que todo el mundo sale despavorido hacia un refugio. Miguel abre la puerta metálica y me muestra en qué se ha convertido el antiguo hogar de los enterradores y de los cuidadores de tumbas del cementerio. El joven (pelo corto con entradas, barba) ha estudiado Sonido y graba discos a conjuntos pequeños. «Aquí hacemos todo por amor al arte», precisa. En la primera planta hay una sala para conciertos. Un escenario delante. Una barra vacía, detrás. Aquí vienen grupos que en otros sitios no tendrían muchas oportunidades. Más arriba hay salones, estudios de grabación, biblioteca, sala de cine, tienda gratis y un ático. También disponen de unas colchonetas para practicar boxeo o capoeira.
—¿No sentís algo de miedo al formar parte del cementerio?
—Al contrario. Aquí hay mucha energía positiva
Llevan tres años ocupando un edificio que permaneció deshabitado durante dos décadas. Ahora abre otra puerta y salimos. Muy posiblemente, tenemos delante de nuestros ojos el ático más grande de todo Madrid. Y quizás de toda España. Su ático son los alrededor de 150 metros de largo del pórtico, el puente que comparte este edificio con el inmueble gemelo del otro extremo. Los okupas mantienen junto a la puerta un pequeño huerto. «Aquí mejor no hagas fotos», me dice. Bajamos. Sobre la pared de uno de los salones aparece pintado un mural del skyline de Madrid, Pirulí incluido. Lo ha hecho El Frutas, un artista del barrio. Como esa obra, otras muchas se extienden a lo largo de las escaleras de todo el edificio. «Aquí viene mucha gente del barrio a hacer cosas. Solo queremos un espacio para crear», dice Miguel.
El edificio gemelo se halla justo enfrente. Como retados a un duelo, los dos parecen desafiarse y observarse mutuamente a escasos metros de distancia. El inmueble acoge la oficina del Grupo Funespaña, a la que pertenece la Empresa Mixta de Servicios Funerarios. «No intentamos que la muerte no duela, sino facilitar el tránsito y hacerlo sencillo», resume Agustín Mezcua, Director de Cementerios de Madrid de esta empresa. Al preguntarle sobre sus vecinos de al lado, Mezcua responde con ironía. «No hay ninguna razón para que estemos disgustados con ellos». Se lo toma con resignación. Les están pagando el agua y la electricidad, aunque la razón de que lo hagan es bien sencilla: todo el sistema de luz, agua y telefonía del cementerio discurre por el edificio okupado. Dependen de ellos. Mezcua explica cómo los trabajadores del Ayuntamiento limpian todos los fines de semana la basura que arrojan quienes acuden a las fiestas okupas. Los mismos que no dudan en hacer sus necesidades —«y más cosas»— frente a la puerta del camposanto.
Aunque Miguel precisa que esas personas no forman parte del centro cultural, Mezcua está indignado. «No sabes lo contentos que estamos de que en mitad de una misa se escuchen baterías y música rock», dice. Las familias que acuden a un funeral en fin de semana, señala, se topan con este panorama. Nos asomamos a una de las ventanas de su despacho (es nueva, hace poco que la rompieron a pedradas) y vemos a tres personas tomando el aire sobre el pórtico. «No digo que estén en la calle, y sí entiendo que a veces se puede hacer. Pero lo que no se puede es dar la patada a la puerta. Seguro que hay otras formas».
Misterio entre los árboles
Detrás de Funespaña hay una pequeña explanada asfaltada donde, en ese momento, se celebra un mercadillo repleto de gente. La noche antes, bajo el amparo de la oscuridad, ese mismo suelo estaba abarrotado de coches con pasajeros que celebraban su amor sobre las cuatro ruedas, justo al lado de un campo de hierba artificial donde un grupo de chavales jugaba al fútbol. Esa plaza, de todos modos, no es el único lugar desenfrenado que rodea al cementerio. Más arriba, al subir la avenida de las Trece Rosas hacia Moratalaz, un parque hace las veces de zona de encuentros para homosexuales que, bien sobre neumáticos o al aire libre, buscan disfrutar de experiencias de riesgo. Varios hombres con gafas de sol pasean a plena luz del día en el pequeño bosque de pinos. Sobre el suelo hay preservativos y trozos de papel higiénico manchados de sangre. Los árboles se acaban. Las miradas ocultas tras las gafas tintadas, también. Pasa un abuelo caminando a dos por hora. Algunos sólo pasean el perro.
Fenómenos nada normales
—«A mí esto me suena muy mal»
—«Se me están poniendo los pelos de punta. Yo suelo bajar a hacer pis justo en los baños de al lado»
—«¿Dices en plan sobrenatural?»
—«Aquí lo único sobrenatural somos nosotros, con todo lo que aguantamos»
Entre ambos espacios de citas se encuentran las cocheras de la EMT de La Elipa. Los misterios del extrarradio de La Almudena también han alcanzado esta zona. Seguimos en la avenida de las Trece Rosas. Algunos mentideros afirman que frente al cementerio ocurren fenómenos difíciles de explicar. Como por ejemplo, que en algunos autobuses se active solo el pulsador de llamada justo al pasar junto a la necrópolis. «A un compañero sé que le pasó. Estaba cagado de miedo y al día siguiente cambió de coche, pero le volvió a pasar lo mismo», afirma Sergio tras terminar su jornada laboral como conductor de autobús. Tiene acento de Móstoles y se parte de risa con un amigo —también calvo— que luce un brillante en cada oreja. Aunque dicen tener miedo, los dos parecen disfrutar con el tema. En realidad, la mayoría de sus compañeros no saben nada sobre el asunto. Otro trabajador asegura conocer a alguien que sufrió la misma experiencia. «Luego se dio cuenta de que los pulsadores estaban flojos», dice.
José Luis, conductor de la línea nocturna 7, se muestra escéptico. Su máquina de cancelación de bonos emite un «pitido prolongado» cada vez que conduce entre la avenida Daroca y Largo Caballero. Pero no parece importarle. Según varios conductores de la EMT, lo más probable es que la causa sean los inhibidores de frecuencia situados en las inmediaciones del cementerio, a donde acuden continuamente personalidades. «Por aquí pasan coches siempre», asegura un trabajador de las cocheras bastante lenguaraz (es de noche y le entretiene hablar; de los fantasmas, de la crisis y de las daciones en pago).
También relata las reyertas entre parejas y mirones que a veces frecuentan su lugar de trabajo. Según él, el Día de Todos los Santos algunos vendedores de flores de las inmediaciones de La Almudena saltan la valla para robar los ramos que ellos mismos han vendido durante el día. El objetivo: entregarlas de nuevo al día siguiente. Aunque, según Agustín Mezcua, esto es una leyenda urbana; pero reconoce haber oído antes esta historia.
El cementerio de La Almudena está plagado de leyendas. Por dentro y por fuera. Las vidas y las historias rodean a este camposanto. Aunque como apunta Agustín Mezcua, «tiene que haber de todo en la viña del Señor».
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